El carácter que faltaba
Puso la llave en la cerradura y abrió la puerta, ignorando el molesto chirrido. Entró caminando pesadamente, cerrando la puerta al tiempo que se miraba en el espejo. Su expresión de derrota era habitualmente difícil de ocultar, pero ese día había sido demasiado, incluso hasta para ser lunes. “Y todo por una maldita máquina de escribir...”, murmuró.
La máquina de escribir. Una antigua Remington Monarch, marcada por el destino para fallar en el preciso instante en que una joven pareja se disponía a registrar la existencia de su hijo recién nacido. “¿Nombre?”, preguntó el notario. “Marcelo”, respondieron los padres al unísono. El hombre comenzó a escribir en la máquina y, sin mirar, les entregó la constancia de nacimiento. La pareja recibió el documento y una mueca de desconcierto cubrió sus rostros. “Hay un error”, dijo la mujer, “El nombre es Marcelo, y aquí dice Marclo”. “Un momento”, dijo el notario, mientras revisaba algo. “Sí; esta máquina lleva demasiado tiempo con nosotros, y evidentemente ha tenido una falla en la letra 'E'”, respondió, coronando su frase con una carcajada. “Lamentablemente no tendremos una nueva hasta dentro de mucho tiempo y aún así los registros no pueden cambiarse, así que no hay nada que se pueda hacer al respecto. De todas formas, Marclo es un nombre muy original”, concluyó a manera de excusa, mientras apartaba la máquina de su escritorio y continuaba con su trabajo como si nada hubiera ocurrido.
Marclo recordaba la anécdota de memoria, repetida por sus padres hasta el hartazgo, tal vez en un vano intento por convencerlo de que su torturada vida no era culpa de ellos. Pero eso no le importaba. Desde su más tierna infancia sus congéneres se habían mofado de su extraño nombre, ridiculizándolo en cuanta oportunidad se presentara y convirtiéndolo en un niño débil e inseguro. Fue en la escuela, al aprender las vocales débiles y las vocales fuertes, que Marclo se convenció de que la fuerza que le faltaba a su personalidad se debía a la 'E' central de la que carecía su nombre. “Si me llamara Marcelo, todo sería diferente”, se decía. En la universidad, cada nuevo compañero de clase, cada nuevo profesor, todos preguntaban burlonamente acerca de su nombre. Y Marclo se limitaba a repetir la explicación una y otra vez, sin saber qué más hacer.
Al llegar la vida laboral, todo empeoró. Sus compañeros de trabajo inventaban un nuevo apodo para él cada semana, y Marclo sólo atinaba a sonreír tontamente, harto ya de dar explicaciones, sufriendo por dentro y sin la fuerza para poder siquiera hacer frente a las burlas. “Y todo por una maldita máquina de escribir...”, se decía a sí mismo cuando la rabia lo invadía.
Aquel lunes fue igual que todos, pero diferente. Una discusión con su superior había cerrado el día de la peor forma posible. Volvió a su casa y, luego de entrar, murmuró su frase de cabecera: “Y todo por una maldita máquina de escribir...”. Ya había sido demasiado. La vida no tenía sentido así, sin siquiera un nombre digno de ser llevado, y Marclo decidió acabar con todo. Pensó y pensó, y finalmente llegó a una conclusión: ya que no tenía la fuerza para terminar con su propia vida, dejaría que alguien más lo hiciera por él.
Salió a caminar sin rumbo fijo, sólo atento a los vehículos que pasaban velozmente, buscando el adecuado para cumplir su objetivo. Los accidentes ocurrían todos los días, y al poco tiempo nadie se acordaría de él, pensó. Fue así que llegó a la avenida, y no pudo dejar de notar algo fuera de lugar. En el centro de la calle, como ajena a todo, se encontraba una mujer. Un pesado vehículo se acercaba a toda velocidad. Marclo se detuvo a pensar durante una fracción de segundo: no tenía nada que perder, salvo su vida, y ya no le interesaba conservarla. Fue así que se movió rápidamente, llegando a la mujer justo a tiempo para apartarla de la calle en el preciso instante en que el vehículo iba a atropellarla. Ambos cayeron al suelo.
Ella lo miró como ausente, y él sólo pudo decirle “¿Estás bien? Mi... mi nombre es... es Marclo”. “¿Marclo?”, dijo la mujer, esbozando una extraña expresión. “Debería ser Marcelo, pero...”, comenzó a responder él; pero se detuvo al ver la expresión en el rostro de la mujer, sabiendo que luego vendría la carcajada burlona. Se levantó y siguió caminando, mientras exclamaba “Y todo por una maldita-”. Al escucharlo, la mujer se puso de pie inmediatamente, mirándolo como si acabara de despertar de una pesadilla e interrumpiéndolo: “¿Y todo por una maldita máquina de escribir Remington Monarch con la letra 'E' fallada?”, dijo. Oyéndola, Marclo se detuvo en seco y se volvió a verla, desconcertado, mientras ella se le acercaba. Al llegar hacia donde se encontraba él, la mujer lo miró a los ojos, sonriendo, y le dijo “Mucho gusto. Soy Malna”.
FIN